He dejado de enamorarme por ver amor en todas y cada una de las gotas de vida que nos envuelven. He dejado de creer en la felicidad, no existe. Forma parte de eso que llamáis pasado o futuro, eso que anheláis o proyectáis. Yo es que vivo de momentos tan plenos tan plenos, que en el instante en el que lo vives no hay quien esté para pensar en palabras tan largas. Yo creo en cosas tan cortas como un brillo de ojos, una luz que ve la luz y unas palabras que denotan orden, profundidad y cauce. Y creo en lo que todo eso provoca, no por la esperanza de que un tiempo encajonado en horas me lo vaya a traer. Es más bien que noto que esas cosas ya existen en una dimensión abstracta y circular llamada tiempo, y es cuestión de dar vueltas encontrarle la salida en mi camino. Porque si ha llegado a aquí con el mareo de rodar tantas vidas compartiendo bailes, no es tan difícil entender que no todo se soluciona con un tango.
Gracias, gracias y gracias. No hay mejor espejo que quien ha vivido a nuestro lado una vida entera para enseñarnos todo aquello que nos forma. Quien nos hace heredar tantos patrones pasados que apuestan por formar parte de mi parte más masculina. Asimilo, respeto y agradezco una y mil veces. Pero aún y así no acepto la cesión de derechos. Abro los brazos y dejo que fluya, que arraigue entre antepasados gloriosos. Lo siento, vengo para romperlo todo. Soy de esa generación del renacimiento. Mi cuerpo sufre la incertidumbre de un cambio cuántico de potencias impredecibles. Acepto aquello que veo como los pasos a borrar en la búsqueda de mi parte más Yang. Doy paso al dejarme ser, al recuerdo como llave de cualquier avance.
He visto renacer bajo gotas de bendición. He visto, y he sentido, la luz y la oscuridad en su máximo apogeo. Mis piernas se han hecho de lo más débil entre cuatro almas sanando y hablando con voces de sabiduría milenaria. Trascendiendo cualquier barrera espacio-temporal. Puntos de inflexión tan profundos como mi amor a la arena de los desiertos o a la geomancia lemuriana. El miedo de entender que no tenemos ni idea de todo lo que somos capaces, de dudar si hay límites cuando hablamos de crecimiento. Luchas internas que disuelve la grandeza de amar ese camino y verte dentro. De saber que no hay mejor sitio que cualquiera para dejarse llevar una vez existe la paz y la presencia.