Viví anclado a una luna porque en un cielo tan lleno de mierda no es posible ver más allá. La pureza se ha hecho oxígeno y aquí he descubierto un cielo que existe también de día y que se pinta de mil colores como la niña más bonita en un cuerpo sin edad. Un cielo que te muestra toda una galaxia con la que entender la existencia. Y claro, ante tanta inmensidad, ¿quién va a seguir mirando la luna? No importa que las estrellas puedan ser fugaces si en una noche nos hipnotizan cientos de ellas y son capaces de llamarse siempre igual. La energía de un pueblo donde se vive de verdad es la mejor droga que os podáis imaginar. El encanto de un dibujo de inocencia vestida de rojo por todos los rincones. Viajes nocturnos como visitas hechas complicidad. El tiempo y la distancia no son nada para las voces de sirena que predicen lo que hacen. Huracanes por sentir, puentes astrales y una espina de rosa clavada esperando al tacto como preámbulo a la culminación de una mirada cargada de eso inexplicable con palabras. Pocas cosas han llegado tan dentro con la durabilidad y el arraigamiento que eso implica. Simplicidad, intención y sentimiento definen la verdad.
Buscar un rincón entre árboles para ver como te envuelven y ver como te explican que existen techos de colores entre sus copas y todas las demás. La intensidad de unas manos compartiendo interiores vacíos y coloridos. Risas y más risas que se unen con el compartir más que horas de trabajo. Más árboles porque aquí si vive esa nuestra madre llamada Tierra. Aunque esta vez el cielo son puros destellos. Sentarse en lo más alto de los sueños esperando que nos caiga encima lo que quiera. Entender entonces la incondicionalidad de ese meteorito que se deshace por satisfacer nuestras ilusiones.
Ser meteorito, vaciarme sin importarme dónde ir a fundirme e iluminarme.