Somos aquello que las manos que nos rodean moldean en nosotros.
En mí sólo hay unas manos que puedan poner su nombre en mayúsculas en mi lista de artistas, y aún más si hablo en femenino.
Porque llevo tatuadas en mi piel, en mi mente, en mi alma,
las marcas de la primera vez que me cogió en brazos.
Yo que mi primer bautizo fue como cucaracha negra, que no nos engañemos, los bebés son feos por norma general. Supongo que por eso los equiparamos con los monos, porque no nos queda más remedio.
Pero volvamos a lo que el día (todos en realidad) se merece.
Os juro que el cambio,
ese salto cuántico evolutivo
yo lo he visto bien cerca.
Una evolución espiritual tremenda que nos está contagiando a todos los que la rodeamos, que nos está haciendo mejores,
más felices.
Un ejemplo a perseguir, porque seguir sus agigantados pasos es algo impensable.
Tiene ese qué sé yo en la cara de los monjes budistas, eso que cualquiera envidia.
Y aquí con el permiso de mi madre hago un paréntesis.
He hablado de envidia, sí. No he dicho sana, no.
Porque no existe, toda la envidia nos putea, y sino que os lo cuente el señor Risto.
La envidia es la puta que entra en tu vida para joderte y enseñarte qué haces en el mundo,
qué buscas en tu vida.
Cuando sentimos envidia odiamos por un instante, nos jode ver en los demás lo que anhelamos, pero ahí, en ese preciso instante, es cuando vemos que nuestro anhelo existe. Entonces es cuando nace la esperanza. Esa luz que ella, mi madre, ha luchado día y noche porque no me falte nunca.
Y aquí me tenéis, que no soy de mitificar,
simplemente os muestro las alturas en las que ella vive,
a las que nos ayuda a subir,
que si todos viviéramos a esos niveles
el mundo iría mucho mejor.
Y no voy a felicitarla
le voy a dar las gracias por todo
porque ella no cumple nada hoy
ella cumple en el día a día.